FAUNÓPOLIS – Kumaon, Uttarakhand, norte de la India. Por el momento sigo residiendo en esta zona montañosa en la que priman los bosques y los lagos. En el aire flota el agradable perfume de un tipo de datura a la que llaman Planta del Ángel porque, al contrario que su prima la Planta del Diablo, no es tóxica.
De ella hay matas en muchos jardines y alrededor de la granja en que vivo habrá una docena que colorean el paisaje con sus acampanadas flores de color canela. En cuestión de colorido han de competir con las bandadas de grandes urracas multicolores que se encargan de la seguridad y darán ruidosamente la alarma si aparece algún leopardo.
Uno de estos gatitos se comió recientemente un perro del vecindario. Más grande fue la presa que consiguieron una mamá leopardo y su crecido cachorro, pues cazaron un ciervo sambar con el que se estuvieron alimentando varios días, hasta que tuvieron que abandonar lo que quedaba de él y salir por piernas cuando apareció en escena un jabalí. Todo este espectáculo natural fue grabado por las cámaras automáticas que había instalado un amigo mío, gran amante de la jungla, a quien no solamente le admiró que el jabalí asustara a los leopardos, sino, sobre todo, que con sus fuertes mandíbulas triturase los huesos del sambar como lo haría una hiena.
Anteayer, mientras unos currantes limpiaban de mala hierba el solar del bazar de un pueblo cercano, encontraron un leopardo que había decidido echar una siesta allí. Al ser despertado de mala manera y ver gente por todos lados, buscó refugio en un comercio de comestibles, y allí se quedó hasta que llegaron unos guardas del Servicio Forestal. El protocolo a seguir en tales casos es inyectarle un sedante al lindo gatito y trasladarlo de vuelta a la jungla; pero en este caso, al haberse reunido una pequeña multitud y temer que alguien saliese herido, se pasaron con la dosis y el pobre leopardo no volvió a abrir los ojos. Descanse en paz.
Cuando alguna vez he encontrado un billete de banco por la calle, he pasado un tiempo mirando compulsivamente el suelo esperando hallar otro. Supongo que le ocurre igual a todo el mundo. También me ha sucedido así desde que, hace unas semanas, me crucé con un leopardo y hora paseo por el bosque mirando aquí y allá por si consigo ver de nuevo a tan preciosa pantera.
A las que veo con más frecuencia es a unas familias de faisanes que son grandes corredores, y a las ruidosas bandadas de unos loros que tienen la cabeza roja o gris. En este valle en que me hallo es normal andar con la vista levantada porque, debido a la gran variedad de pájaros, hay una constante y colorida coreografía aérea que sería una pena perderse. También es aconsejable levantar la mirada por precaución porque, como me ocurrió recientemente, algún macaco o un langur se te puede mear encima desde las ramas de los árboles.
Sollocé al ver un reportaje acerca de personas que, tras varios años de ausencia, se habían reencontrado con animales con los que habían mantenido una estrecha relación. Me emocionó su alegría y cómo la demostraban. Y no me refiero solamente a los perros y otros animales domésticos, sino, especialmente, a los salvajes; como unos leones, unos elefantes o un gigantesco oso grizzli, que abrazó cariñosamente a su viejo amigo. ¡Qué excitante ha de ser entrar en contacto físico con esos animales indomables!
Se calcula que durante el año 2018 murieron en el mundo más de 750.000 personas a causa de las enfermedades provocadas por picaduras de mosquitos, un número que superó de largo al de las agresiones combinadas de serpientes, perros, cocodrilos, hipopótamos, elefantes, leones, lobos y tiburones.
EN LA TABERNA GALÁCTICA – Aquella noche, cuando llegué a mi antro predilecto, el portero me advirtió que el local estaba abarrotado. Me alegré de que fuera así y me introduje entre el personal con la grabadora en ristre. Mi fama de reportero me precedía y no tuve que esforzarme para conseguir gente dispuesta a contarme algo.
El primero fue un jordano, que vestía las elegantes prendas tradicionales de su país, quien dijo: “Los musulmanes alimentamos a los peces de los lagos pidiéndoles bendiciones para nuestros amigos y maldiciones para nuestros enemigos”. Al lado del jordano estaba sentado un indio que comentó: “Mi casa se halla junto a la orilla de un lago donde viven dos cobras reales y nadie se baña allí o ni tan siquiera quieren cortar la hierba”.
La siguiente en hablar para mi grabadora fue una mujer india de pelo blanco y ojos verdes, quien me contó: “Mi marido y yo nos enamoramos a los dieciséis años y seguimos muy unidos a los sesenta; pero yo era vegetariana, mientras que a él le gustaba mucho la carne, y no te puedes imaginar lo difícil que fue para mí acostumbrarme a comer de vez en cuando un poco, muy poco, de carne. Tuve que hacerlo, no solamente para mantener nuestra pareja, sino, sobre todo, debido a mi empleo, pues trabajé varios años para el gobierno de la Unión Europea y residí en algunos países centroeuropeos donde las comidas incluían más carne que verduras o cereales”.
Quien habló ahora era también un indio y rondaría los cincuenta años: “Aunque soy un cocinero vocacional y te puedo preparar un pastel de hachís que te cagas, no tomo drogas ni fumo porros porque soy piloto de Air Asia y no quisiera tener problemas si me hiciesen inesperadamente un test. Ya me colocaré cuando me retire. Actualmente, tras muchos casos en que los pilotos de avión iban bebidos, en los aeropuertos indios se hace una prueba de alcoholemia a todos ellos”.
El que se acercó a continuación al micro era un joven cingalés que se limitó a decir: “Cuando has comido la sal de alguien no puedes traicionarle ni portarse mal con él”. Tras el cingalés habló un indio de Kumaon explicándome: “Durante la noche de luna nueva de octubre aparece una bruja llamada Kich Kanni que toma la forma de una seductora joven a la que, si te cruzas con ella por el bosque, te será imposible resistirte y al día siguiente encontrarán tu cuerpo desmembrado y esparcido en lugares a gran distancia”.
Al lado del hombre anterior estaba sentada una nepalesa octogenaria que me contó: “Mi abuelo era un aventurero escocés que durante el Siglo XIX llegó a una pequeña aldea del Himalaya, donde se casó con mi abuela, y allí permaneció el resto de su vida. Tuvieron quince hijos, porque en aquellos tiempos no tenían televisor. ¡Ja!”.
PASO A PASO – Gambia, África Occidental. Continúa de la crónica anterior. En los pocos días que pasé en Senegal descubrí que el coste de la vida de aquel país, al contrario que Gambia, era muy caro. O, mejor dicho, estaba al nivel europeo. Oh, sí, la calidad de vida, por ejemplo la del hotel en que me hospedé, era digna de Francia. Pero la cuestión es que me quedé con los bolsillos prácticamente vacíos.
Y así empezó el segundo capítulo de mi estancia en Gambia, temporada que duró mucho más de lo esperado, pues a pesar de intentar partir inmediatamente, el avión que realizaba el trayecto entre las Islas Canarias y Banjul no hizo acto de presencia durante varias semanas. En este tiempo tuve la oportunidad de saber realmente con qué clase de gente vivía.
Al convertirme en pobre experimenté un lujo que pocas veces obtendría en mis viajes alrededor del mundo: el de ser absolutamente uno más dentro de aquella comunidad que, sólo al fundirme con ella, conseguiría vivirla y comprenderla plenamente. Las nuevas circunstancias terminaron con los lujos, como ir a desayunar bolas de pescado con pan fresco untado de mayonesa y mostaza, y simplemente me quedaba en casa esperando el té que preparaba la madre de Musa, mi anfitrión.
Casi llegué a odiar el arroz blanco con sus pobres acompañamientos, pero el sabroso cuscús nocturno, ya fuese dulce o picante, lograba saciar perfectamente mis ansias de placer. El primer paso con el tabaco fue empezar a comprar los cigarrillos de uno en uno como hacía todo el mundo, así evitaba que me gorreasen algo más que una calada.
Sin embargo, el momento álgido de la historia apareció en la escena de Kerr Seringg cuando no me quedó dinero ni para un cigarrillo. Para entonces la mísera situación de mi estado económico ya había corrido de boca en boca por todo el pueblo, y desde ese momento, al ir por ejemplo andando por la calle, a veces se me acercaría un muchacho, del cual ni sabría el nombre, y me diría: “Hola, Nando, ¿cómo vamos?”. “Bien, gracias, ¿deseas algo?”. “Al contrario”, respondería el otro al mismo tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo y me lo entregaba diciendo: “Tú me invitaste varias veces a fumar”.
Y yo seguiría mi camino con una gran sonrisa tanto interior como exterior.
Sí, desde el día en que me convertí en un pobre entre los pobres empecé a conocer realmente lo grande que podía ser la hospitalidad de los africanos, ya fuesen musulmanes o cristianos. Éstos últimos tenían una costumbre que incluso me resultaba chocante, porque después de haberme invitado a comer, “chop”, la familia al completo, uno por uno, se presentaría ante mí para darme las gracias. Y los obsequios se multiplicaron: “Mañana voy a preparar una ensalada de pescado, ¿vendrás a comer?”.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.