Hace un par de años supe que en el valle de Gales existía un pueblo de libros. Un pueblo con menos de 2000 habitantes y más de 24 librerías donde cada año, desde 1988, se celebra el Hay Festival. Uno de los festivales de literatura más grandes e importantes en Europa.
Así que tomé un avión, dos trenes —que apenas logré abordar durante una huelga de transportistas en todo Reino Unido— y un autobús para llegar a Hay-On-Wye, el pueblo de libros en Gales. De pronto reconocí todas las imágenes que había visto en internet, todo estaba ahí: bajar del autobús en el Castillo de Hay, caminar por Oxford Road y girar a la derecha en Church St. para tomar el primer desayuno en Hay Cinema Bookshop rodeada de letreros que anuncian “All Books £1 each”. Caminar por Brecon Road hasta que una carpa en inglés y galés me recibe: Hay Festival. Croeso/Welcome. Lo había buscado y lo había encontrado. Y ahora sentía una gratitud enorme de estar ahí.
Inicié mis días en el festival con la presentación del libro “Old Babes in the Wood”, de Margaret Atwood. Apenas me integré a la fila y un grupo de amigos (que después me contarían que han asistido al festival desde sus inicios) me unieron a su plática. Una de las mayores ventajas que he encontrado viajando sola es la facilidad y apertura para conocer gente todo el tiempo. Les conté que viajaba desde México, que había llegado a Reino Unido la noche anterior, que llevaba un año planeando este viaje y que todo lo que buscaba era leer, escuchar nuevas ideas y caminar por cada librería del pueblo. No dudaron en darme recomendaciones que anoté en los espacios libres de los boletos y hojas sueltas que llevaba en mi bolsa. Eran mis primeros minutos ahí y ya tenía 5 títulos nuevos en mi lista por leer, lugares a dónde ir y 3 nombres y rostros para mis historias de viaje.
Mis planes para los siguientes días incluyeron más sesiones con Margaret Atwood hablando sobre la literatura y el duelo, su gusto por ver Captain Underpants en aviones y el fantasma de vestido azul que habita en su casa. Darme cuenta de que me perdí de los conciertos de Dua Lipa en México, pero ahora la veía 2 días a menos de 3 m desde mi asiento grabando su podcast, At Your Service, con Douglas Stuart (Booker Prize 2020), estaba anotando las recomendaciones de sus lecturas favoritas y nos hablaba sobre su librero en el Festival. Platiqué con Irene Vallejo y vi en las dos el alivio de escuchar nuestro idioma en medio de tanto inglés y galés; hablamos de sus visitas a México, le regalé una postal de mi ciudad y fui lo suficientemente “genia” para poner su libro al revés cuando nos tomamos una foto. Escuché y aprendí del entusiasmo de Katy Hessel al hablar de las mujeres en el arte mundial y me emocioné cuando expuso la obra de Artemisia Gentileschi, mi artista favorita. Me sentí en un episodio de How I Met Your Mother mientras cantaba —gritaba— “I’m Gonna Be (500 Miles)” en el concierto de The Proclaimers. Corría por una copa de rosé al bar del festival para llegar a las conversaciones con expertos de la BBC: astronomía, filosofía, cambio climático, música, meditación. Todo cabe en esas carpas. En ese pueblo. En todas las mentes.
Acampé en una yurta a un campo de distancia del Hay Festival. Mis vecinos fueron un caballo que galopaba todos los días puntualmente en cuanto salía el sol a las 3:00 a.m. y un grupo de ovejas que se juntaban bajo un árbol. Mi rutina consistió en tomar el té y un bollito con mantequilla en las mañanas, atravesar el campo hasta el Festival, asistir a los primeros eventos del día, caminar hacia el pueblo a la hora de comer y detenerme en cada esquina —realmente cada esquina— para entrar a una librería nueva.
Nunca había visto tantos títulos en mi vida. La impresión de ver que cada librero conoce exactamente la ubicación del libro que buscas y escuchar por encima las recomendaciones que hacen a los demás clientes. Todos los días, después de comer, me tomé el tiempo para sentarme en los jardines del castillo de Hay, que en su fachada se lee en letras iluminadas: “Love detonates this distance between us to ash holds your flooded heart in the fire of night”, del poeta y escultor Robert Montgomery. Algunos días, de regreso al sitio del Festival, pasaba por Tom’s Records, una pequeña tienda de música; otros, tomaba el camino más largo por la orilla del río Wye. Esto era la vida invadiéndome el corazón, el cuerpo y el alma.
Me despedí de Hay-On-Wye —¿cómo no iba a ser?– pasando la tarde leyendo frente al castillo, con la mochila mucho más pesada, pero llena de libros e historias nuevas. Ahora entiendo cuando Alma Delia Murillo escribió: “Mi vida cambió el día que comprendí que todo lo que ocurre, ocurre para ser contado”.
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